domingo, 15 de mayo de 2016

Sin Salir del Barrio

Uno de los fenómenos más curiosos que ha acontecido en distintos países de América Latina con la expansión del cristianismo evangélico, es la aparición de congregaciones de diferentes tamaños en distintos sectores marginados y marginales de las grandes urbes, ya se trate de asentamientos informales o edificaciones de viviendas sociales planificadas por distintos Estados y gobiernos, que en los últimos años, coincidiendo con el cambio de paradigma económico, se tornan cada vez más precarios y su construcción adolece cada día de mayor falta de prolijidad.

Buena parte de estas iglesias comparten una característica común. Son autocéfalas, es decir que no forman parte de alguna congregación más amplia, e incluso varias de ellas ni siquiera han establecido una relación formal con otra comunidad, aunque sea vecina. Aunque, como fue mencionado en el párrafo anterior, las hay de diferentes tamaños, abundan las más pequeñas, de no más de veinte miembros, reunidos en habitaciones o galpones, en la casa -tan sólo unos metros más amplia- de un hermano a quien las circunstancias lo han obligado a ejercer como pastor, sin contar con los mínimos conocimientos intelectuales y espirituales para aquello. Todo, en un ambiente de abandono social de parte del Estado y la población correspondientes, esta última, que no espera que le pregunten acerca de estos asentamientos para responder con prejuicios, acusaciones sin fundamento y epítetos de grueso calibre. 

 Una conducta que también ha contagiado a los cristianos que no viven en esos lugares. Debemos admitirlo. Varios de ellos no irían a evangelizar en un asentamiento marginal influenciados por lo que ciertos medios de comunicación aseveran de ellos, e incluso muchos se negarían a aceptar que algún hermano tuviera la idea de organizar una congregación allí. Y no obstante, estas rudimentarias -igual que su entorno- iglesias existen, cuentan con hermanos que se atreven a propagar su fe en un ambiente que otros considerarían inadecuado, y además han conseguido convertir a más de un vecino. Todo esto, desarrollado por comunidades que no reciben ayuda ninguna, desconectadas de sus congéneres -si bien no del Señor-, y sobre las cuales, más de alguno que profesa la misma fe no estaría dispuesto a considerarlas como tales.

Una de las causas de la expansión del cristianismo evangélico es la excesiva formalidad del catolicismo, que impulsa a los romanos a tener un número limitado de templos y ministros por territorio, por temor al sectarismo. Eso ha quedado demostrado con inusual fuerza en las últimas décadas, con la proliferación de los cordones de viviendas precarias en las grandes urbes, unido a las visiones del liberalismo económico más extremo, que entre los papistas los ha desincentivado a continuar adelante con paradigmas que en el pasado intentaron un mínimo acercamiento a los más necesitados, como la teología de la liberación. El problema es que las comunidades reformadas están experimentando ese mismo abandono, ahora de parte de sus hermanos de fe, quizá en un contexto distinto, pero con resultados igualmente poco alentadores. Quiera el Señor que por fin se establezca la indispensable comunicación entre ambos sectores, ya que eso acarrea un intercambio mutuo de información que al final acaba favoreciendo a todos. No vaya a suceder que estos creyentes, alejados de los grandes centros, acaben siendo absorbidos por quién sabe qué, y nosotros pasemos por la vida sin saber que existieron, ni que su fe fue tan perseverante.

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