domingo, 19 de abril de 2015

Henchir La Tierra Hasta Reventarla

Quienes aseguran que un cristiano de verdad debe por obligación casarse y engendrar un número mediano o alto de hijos, citan como principal fuente de sustento aquel mandato que el Señor les diera a Adán y Eva en el jardín del Edén, donde los llamó a crecer y multiplicarse, además de llenar y sojuzgar la Tierra. Hasta cierto punto, una justificación bastante eficaz, tratándose de un pasaje ubicado en el mismo inicio de la Biblia, que por otro lado es muy conocido incluso entre quienes no están familiarizados con las Escrituras.

No obstante, igual caben ciertas aprehensiones. Se trata de un mandato del Antiguo Testamento, contenido en el libro del Génesis, perteneciente a la Torá: por ende forma parte de la vieja ley, no del todo derogada, pero sí altamente superada, por el otorgamiento de la gracia a través de la resurrección de Jesucristo (soltero durante su vida terrenal, misma condición que mantuvo el apóstol Pablo, quien en sus cartas prácticamente sentó las bases de la estructura eclesiástica cristiana). Antecedentes que, en el mejor de los casos, le quitan su condición obligatoria. Luego, se trata de una afirmación pronunciada en y para el inicio de los tiempos, cuando la población planetaria era escasa, por lo que dejar una descendencia, siquiera moderada, tenía algún sentido. Y finalmente, es una exigencia establecida antes de la caída y la consecuente expulsión del paraíso, lo cual torna inevitable entenderla en el contexto en donde se emitió.

En el primer caso, basta agregar que este mandato daba origen a una serie de leyes igualmente enunciadas en el Pentateuco, en especial en el libro de Levítico, que prácticamente impedían que una persona que alcanzara el rango que en el viejo Israel determinaba la mayoría de edad, siguiera existiendo -porque caía en la sospecha de estar realizando alguna de las diversas actividades sexuales calificadas de "abominación"- sin haber contraído matrimonio, el que además era impulsado por ciertas convenciones de carácter económico, social y religioso, jamás por lo que hoy se conoce como enamoramiento. Una conducta que después Jesús les reprochó a sus contemporáneos en el marco de sus objeciones al legalismo y el ritualismo, críticas recogidas por Pablo, quien aunque recomendaba "mejor casarse que abrasarse" empero no dejó de tomar el connubio como una mera alternativa (que él no siguió). Por otra parte, en la actualidad es más que evidente la existencia de una sobre población en el mundo, que pese a los mecanismos de control de la natalidad continúa aumentando, y que de acuerdo a los expertos, en medio siglo o menos va a sobrepasar la cantidad de recursos que el planeta posee para sostener tal número de humanos. En consecuencia, la Tierra, más que sojuzgada, está siendo explotada al máximo y más allá aún, con la consiguiente provocación de un deterioro generalizado a la creación que podría derivar en el colapso total y la inmediata extinción de la vida, suceso contrario al plan divino. A lo que debe sumarse el egoísmo y la codicia individuales, defectos propios de la naturaleza caída, que invierten la bendición anunciada en el Edén, ya que la descendencia se transforma en un arma que permite hacer daño de modo familiar o colectivo.

En una situación como la actual, engendrar hijos, lejos de representar el cumplimiento de un mandato del Señor, podría resultar un acto pecaminoso y no producto de los llamados tabúes sexuales. Con un planeta que se mantiene -y es mantenido- a duras penas entre la destrucción ecológica y los conflictos sociales, cargarlo con más humanos -que por sí no son malignos, pero sí tienen una propensión a hacer el mal- hasta llega a ser contraproducente con los expresado en Génesis 1:28. La gente es responsables de guerras, masacres, injusticias varias; pero por lejos, su característica más delicada es que es capaz de engendrar más gente.

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