domingo, 23 de noviembre de 2014

Ni Calle Ni Televisión

Durante el último tiempo, ciertos expertos, tanto seculares como cristianos, han llamado la atención respecto al exceso de horas que los niños permanecen sentados viendo televisión o distrayéndose con juegos de vídeo. Apuntan a que esta tendencia dará origen a muchachos -y luego adultos- más egoístas, menos sociables y con problemas de obesidad. Una preocupación que en determinados casos, ha impulsado a estos investigadores a lanzar diatribas de orden moral, con todo el grado de exageración que esa forma de expresar las inquietudes conlleva.

Es cierto. En los últimos años hemos sido testigos de cómo la televisión, los vídeo juegos caseros o el computador se han constituido en el foco de interés de los más chicos. Sin embargo, es interesante hurgar en las causas y los caminos que acabaron desembocando en esto. En tal sentido, cabe destacar que a partir de la década de 1980, coincidiendo con una recuperación de las ideas conservadoras y las actitudes reaccionarias que parecían batirse en retirada tras la llamada revolución de las flores, se gestó en los países más desarrollados un movimiento que buscaba que los más pequeños salieran a la calle lo menos posible, pues allí se hallarían expuestos a un sinnúmero de peligros. Junto a los argumentos característicos de un padre tradicionalista y religioso -quien teme que si su hijo comparte demasiado con otros chicos podría terminar adoptando visiones ajenas y hasta opuestas a los valores que se le pretende inculcar en su hogar de origen- se agregaron otros de tinte más pragmático -el aumento del parque automotriz y del delito- e incluso progresista -la polución atmosférica y acústica, la amenaza de los microorganismos-.

Los papás, criados muchos de ellos en medios con mayores grados de sociabilidad, empero comenzaron a preferir la seguridad de ver a sus vástagos sentados en la sala de estar frente a un aparato electrónico que garantizara su completo entretenimiento en los momentos que no estuvieran en la escuela ni que debieran hacer tareas. A esto se sumó la aparición de elementos tecnológicos que incentivaron tales prácticas. Por ejemplo, la televisión de pago, que trajo canales especializados en público infantil, además de la irrupción de receptores con control remoto destinados a ser más fáciles de manipular por los más pequeños. El auge de los ordenadores caseros, así como de vídeo juegos más sofisticados que permitían competir con un desconocido mediante una conexión virtual, desde luego aportaron lo suyo. Todo aparejado con un cambio de mentalidad, a la par que familias de países en vías de desarrollo aumentaron su poder adquisitivo, o en su defecto tuvieron mejor acceso a artículos de línea blanca. Quien dejaba que sus chiquillos corretearan por los callejones del barrio o el villorrio rural, era el pobre o despreocupado que no contaba en su propiedad con los nuevos avances. Para colmo, proliferaron los espacios de orden familiar, como Alf o Garfield, donde la máxima -y casi exclusiva- distracción del protagonista era observar la tele engullendo comida rápida.

Un círculo vicioso que los expertos recién han llegado a notar. Y que en su afán de alertar a las supuestas víctimas, se han volcado a llamar a los padres a que les quiten la única fuente de atracción que les queda a los niños, sin entregar propuesta alguna a cambio. Recién caen en la cuenta que la televisión puede acarrear aspectos negativos, no sólo los propios que se derivan del ejercicio de ver los programas que los diversos canales ofrecen, sino porque además los chicos pueden manejar el control remoto a su regalado gusto, sorteando incluso el control parental y así acceder a programación no dirigida a ellos. Simplemente, sujetos ociosos que ya no reciben ayudas monetarias de los empresas de medios de comunicación en las cuales permanecieron dos décadas advirtiendo que la calle y la sociabilidad eran riesgo de muerte.

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